Diálogo
Abriendo las compuertas de mí misma para que entonces sí, el libro lance su embrujo, tiña mis entrañas, sacuda mi pensamiento, y me deje como nueva.
No todo lo que viva tiene que ser escrito. O eso me digo a mí misma.
En cambio, voy por los lugares con una mirada atenta, obsesiva. Esa mirada entrenada para traducir en palabras todo lo que capta el ojo. Acaricio los libros en una librería imaginando el cambio que podrían provocar en mí. Sonrío al escuchar las carcajadas de las dependientas fantaseando con una historia de deseo consumado. Cada balcón besado por el sol se convierte en el escenario de miles de posibilidades. Un vestido nuevo me transforma en el personaje de una película situada en una isla griega de nombre impronunciable. A mi lado, un chico se debate entre abrir su cuaderno o seguir entregándose al vicio corrosivo de las pantallas. Le cuesta un buen rato, pero, por fin, se rinde a la escritura. Avanza con ansias sobre el papel. ¿También escribirá sobre mí? El entorno me distrae. Me cautiva el sol de primavera. Las buganvillas irrumpen con sus colores en cada esquina. La ciudad está tranquila. Oigo a los pajarillos piar. A mis pies, dos gatos callejeros hacen el amago de pelearse. Da igual, el día es demasiado bonito para la violencia.
Saboreo los últimos capítulos leídos de ‘La búsqueda del interlocutor’ de Carmen Martín Gaite. Antes de tener este libro en mi estantería, regalo de mis libreras favoritas y amigas inacabables, ya avanzaba el cambio que iba a provocar en mí. Ahora que he empezado a devorar sus páginas, es agradable empezar a notarlo. Sentir como mi cuerpo navega con mayor pausa tras leer ‘Recetas contra la prisa’. Comprobar como vuelvo a estas líneas para practicar el diálogo, la palabra constantemente tras leer y (releer) ‘Las trampas de lo inefable’. Darme cuenta que ahora miro con recelo cualquier producto que genere aspiraciones inasumibles para mi persona tras leer ‘La influencia de la publicidad en las mujeres’. Y así, ir haciendo. Abriendo las compuertas de mí misma para que entonces sí, el libro lance su embrujo, tiña mis entrañas, sacuda mi pensamiento, y me deje como nueva. Efervescentes las ideas, dispuestas a ser pensadas y repensadas desde otro lugar, desde otra persona. Y luego, escribirlo, para ir creando pensamiento a medida que coloco una palabra detrás de otra de acuerdo a mis opiniones, mis juicios, mis conocimientos. Reflexionar, dudar y sugerir con la escritura la reescritura de nuevas ideas, de las ideas de otras. Porque ahí también surge el diálogo, la batalla contra lo inefable. En el repensar de las ideas sobre el papel, nace el deseo de expandirlas, ampliarlas y, sobretodo, comunicarlas. Exponerlas con claridad o no para que surja el intercambio, para que se expanda el intercambio, y vayamos subiendo peldaños en esto del aprendizaje, en la misión imposible de comprendernos, de entender la raza humana. Ponerlo en palabras, en un lenguaje compartido nos permite indagar en la búsqueda de espacios comunes donde dar rienda suelta a la conversación. Esa tan abundante y vacía a la vez en estos tiempos nuestros.
El chico de la mesa de al lado sigue escribiendo con avidez. Desde su cuaderno rayado, como el mío, está enfrascado en el diálogo consigo mismo para después, ojalá, con la ayuda del interlocutor adecuado, comunicar sus ideas al mundo. Deshacerse de ese runrún efervescente de sensaciones para hallar el consuelo de la compañía en la comprensión mutua. Y así, dotar de sentido al diálogo vacío de nuestros tiempos de profunda soledad.
—A.